Josep Vicent Frechina. Una colosal invitación.
Vivimos en los últimos años un reencuentro con la tradición que, poco a poco, va dejando de obedecer a las inercias románticas -aquéllas que la valoraban como un vestigio de un pasado idealizado- y plantea una rehabilitación contemporánea de los elementos tradicionales de modo que puedan tener un sentido pleno en nuestra sociedad actual. Esta nueva mirada a la tradición supone un notable cambio conceptual: la tradición ya no es un pasado que se invoca eventualmente para disparar la emotividad de la nostalgia, o para apelar a una presunta esencia compartida, sino una manifestación cultural, percibida como propia, que quiere formar parte del presente y proyectarse en el futuro porque aún tiene un valor manifiesto desde un punto de vista funcional, artístico o identitario.
Ya hace tiempo que la homogenización de los referentes culturales y de las formas de relación y de entretenimiento ha despertado en nosotros la desazón del desarraigo y buscamos, entre el resto de nuestro imaginario colectivo, algún sitio donde aferrarnos y reconocernos como individuos reflejados en una identidad social concreta. La tradición, que habíamos abandonado como un lastre pesado para encaramarnos sobre las corrientes modernizadoras, resulta ser, al fin y al cabo, el punto de anclaje que nos salva de desaparecer tragados por los virulentos empujes de esta misma modernidad.
En el País Valenciano el proceso de repesca de elementos tradicionales se ha producido de forma bastante intensa y notoria en algunos campos concretos, entre los que destaca, por su incidencia pública, el de la música: la dolçaina, por ejemplo, ha experimentado una insólita revitalización que ha hecho aumentar de manera exponencial el número de sus intérpretes y la ha convertido en icono referencial del ámbito festivo valenciano; también la canción popular ha protagonizado un interesante proceso de reformulación en dos direcciones: por una parte el canto valenciano -el cant d'estil y les albaes- ha recobrado presencia social hasta el punto de conseguir últimamente llegar al conservatorio; y por otra, las nuevas formas de folk han ensayado, en algunos casos con remarcable fortuna, la reconstrucción de un repertorio de música popular contemporánea a partir de referentes autóctonos.
Pero este tipo de operaciones, realizadas de forma aleatoria e instintiva a partir de una elección selectiva de elementos susceptibles de ser restaurados, acaban redundando en un continuo de deficiencias estructurales que impiden la realización de los supuestos de los que se partía: reapropiarse de algunos elementos tradicionales no comporta necesariamente la recuperación de sus mecanismos de transmisión originarios, ni del lenguaje con el que funcionaban, ni del contenido simbólico subyacente, ni de otros muchos factores que articulaban aquel fenómeno resbaladizo que hemos convenido en llamar tradición. Por esto, una vez puestos a realizar labores restauradoras, se necesitan muchas correcciones.
Este proyecto nos propone una bien grande: teniendo en cuenta que la cadena de transmisión oral ya hace varias generaciones que se malogró, si queremos que las músicas tradicionales mantengan una mínima vigencia, habrá que asegurar su difusión en el ámbito en el cual, para bien o para mal, la sociedad ha delegado buena parte de la responsabilidad en la construcción del futuro: la escuela. Y no hay mejor manera de hacerlo que con el flabiol valenciano, nuestro equivalente a la flauta dulce, de la que se distingue por pequeños y decisivos detalles que comentaremos unos párrafos más abajo.
El caso del flabiol valenciano es bien curioso: seguramente se venden casi tantos como dolçainas pero continua siendo un desconocido y sólo es popular en el ámbito de la dolçaina donde ejerce un papel fundamental. El flabiol se toca con la misma digitación que la dolçaina, y esto permite al instrumentista practicar ahorrándole al vecindario la gloriosa -y no siempre bien recibida- estridencia de aquélla. Se ha discutido bastante si el carácter subsidiario del flabiol nos impedía considerarlo como un instrumento musical propiamente dicho, con su funcionalidad diferenciada y su repertorio privativo. De todos modos, hay indicios de su uso histórico como instrumento independiente y, en todo caso, es indiscutible su potencial para serlo, como ya se han encargado de demostrar algunos de los grupos folk que comentábamos antes y que lo han incluido, por sus particularidades tímbricas, entre su provisión de instrumentos.
La propuesta de introducir el flabiol valenciano en la escuela, sustituyendo a la flauta dulce, es una antigua aspiración de algunos activistas musicales -Paco Bessó sería el más significado- que ya hace años que propugnan el cambio. Y, como decíamos antes, son las pequeñas y decisivas diferencias entre los dos instrumentos las que en última instancia lo aconsejarían.
La flauta dulce penetra en el ámbito escolar del Estado durante el último tercio del siglo XX a imitación de lo que estaba pasando en buena parte de los países de Europa pero, a pesar de su absoluta implantación, no ha conseguido tenen ninguna repercusión cultural. Se trata como una herramienta educativa para aprender el lenguaje musical pero no trasciende más allá de las paredes de la escuela, entre otras razones porque el repertorio que se interpreta no tiene, excepto casos excepcionales, mayor significancia para los alumnos.
La introducción del flabiol supondría, en este sentido, un cambio sustancial: la disposición de las notas en la escala del flabiol es al misma que en la dolçaina, una escala que permite la interpretación cómoda de infinitud de melodías valencianas, concebidas para un instrumento con la nota tónica ubicada en la mitad de su tesitura -no como la flauta dulce donde se encuentra bajo o arriba, de la escala. Este hecho marca una diferencia nada despreciable: los niños y niñas pueden aprender su lengua materna musical que como bien aseguraba Zoltán Kodály, no es otra que la que conforman sus músicas tradicionales.
Óbviamente, para emprender un cambio de estas proporciones hace falta, sobre todo, una franca determinación y una buena colección de resursos. La determinación queda en manos de los docentes y del público en general, pero de recursos, esta colección, impulsada por la tenacidad insobornable de David Reig, pone a su disposición un buen fajo: un completo y heterogéneo muestrario de canciones populares, tradicionales y de autor, transcritas para el flabiol valenciano y arregladas para ser acompañadas por los instrumentos habituales en las aulas de música escolar. Y, honestamente, no se me ocurriría una mejor manera de promocionar la iniciativa: Reig, siguiendo la estrategia iniciada en el primer episodio de su tarea proselitista -Canta, toca i balla (Omnesbands, 2008)- huye de aspavientos y gesticulaciones innecesarias. Le basta, después de un trabajo intenso y apasionado, el leve gesto de la invitación. Porque de éso trata este proyecto: de una colosal invitación a nuestras músicas. Ojalá la respuesta esté a la altura del ofrecimiento.
Los materiales incluyen 36 Danzas y Bailes (en valenciano y castellano):
Audios de las canciones completas en MP3 para flauta y flabiol
Audios de las canciones (karaokes) en MP3 para flauta y flabiol
Partituras y partes en PDF